qué nombre tendrá esa historia
Por: Óscar Iván
Rodríguez Calderón
Es domingo. Luego de una semana privado del aliento de los vivos, en el
cementerio principal de Zapatoca el perezoso candado da paso al desfile de
curiosos, visitantes andariegos que se pasean por sobre las tumbas desconocidas
de esqueléticos recuerdos que cuentan con sus terrosas bocas, esculpidas en las
lapidas, sus historias a quienes están prestos a enterrarlas en el socavón de
sus oído cerosos. El recorrido siempre ha sido el mismo, las historias a veces
cambian.
Desde hace ya algunos años el cementerio se ha convertido en uno más de los
sitios turísticos de la ciudad levítica porque para ser uno de sus visitantes,
no es necesario tener alguna rama de su árbol genealógico enterrada allí. Cada
tumba tiene su nombre y cada nombre tiene una historia, se ha convertido en
costumbre de los orales habitantes aprenderlas y narrarlas, ya sea a las
futuras generaciones o a los foráneos asombrados por las voces de un pasado que
aún late bajo tierra. En aquel pueblo no se entierran a los muertos, se les
guarda en un cajón de tierra.
Hoy mi amigo Fernando, me invitó a hacer el inventario que ya hace algún
tiempo no hacíamos,
– Yo paso por su casa en eso de las dos-
La procesión comienza en mi casa, unas cuadras más abajo del parque
central, en el barrio la raíz. En Zapatoca todo es cerca, así como dicen los
abuelos, y unas cuantas calles abarcadas con pasos cortos le dan la razón a los
sabios del pueblo. El destino al que llegamos, por hoy, es provisorio.
La entrada del cementerio asemeja, irónicamente, el cruce de frontera entre
dos países, aquí de un lado viven muertos los muertos y del otro morimos vivos
los vivos. Al dar los primeros pasos dentro de aquel paraje las falanginas
recogen del frio suelo las olas venidas desde los apiñados cajones incrustados en las paredes del pabellón donde,
según mi amigo, sueñan con gusanos los primeros moradores del sitio.
La luz que unos pasos más adelante, saliendo de aquel pabellón, recibe a
los vivos, tiene más color de cielo.
– ¿Por dónde va el corte? -, le pregunta Fernando al sepulturero, un hombre
de botas terrosas con caucho, de gorra amarilla y pantalón de tela, y en la
mitad del mamarracho una lucha entre botones y piel;
- va por el 16- aquellas indicaciones nunca las había oído, se trataban de
líneas imaginarias que según mi amigo están desparramadas por los cementerios,
- son como direcciones para las tumbas- concluyó. Aquel apunte me hizo gracia,
me vino la imagen de familiares enviando flores a domicilio –destinatario:
fulanito de tal, cementerio principal tumba 10 del corte 16-.
Siguiendo un único camino empinado se llega ante la imagen de un cristo
ascendente de color blanco, a sus espaldas la gran boca de una capilla que sirve
de sombra para algunos ancianos, que asisten al ritual semanal, quizá para
aclimatar sus huesos al futuro ambiente.
Detrás de la capilla las tumbas se extienden por doquier. Un camino central
divide el terreno en dos, desde allí hasta las tumbas sembradas a cada lado se
llega por caminos inventados sin que falte aquel descuidado quien corte brecha
pasando por encima de alguna tumba y al darse cuenta del sacrilegio, se de
vuelta para persignarse en señal de respeto y disculpa con un futuro vecino.
Hoy decidimos comenzar el recorrido por la tumba de una pareja de ancianos que
yacen uno sobre el en el mismo socavón y donde se puede ver una fotografía
antiquísima de la pareja, desteñida por la muerte del tiempo. Unos pasos más
adelante llegamos a las tumbas de los N.N aquellos que perecieron como fueron
concebidos, sin un nominativo, un sustantivo al cual beneficiar en una
plegaria.
-¿Se acuerda de estos dos? Son los que el ejército paseo frente al colegio-
Se trataba de dos guerrilleros a los que dieron de baja en cercanía al
pueblo. Los cuerpos bajaron del monte escurridos
como bultos en el lomo de unas yeguas. Aquella vez un soldado parqueo ante el
colegio la ahuecada carga, vacía de vida, pero llena de plomo. Ante un gran número
de estudiantes que al escuchar el rumor de la procesión salieron a coger los
mejores puestos en la reja trasera del colegio, el infame le levanto la cabeza a
uno de los cadáveres, los ojos de aquel, entre la gravedad y la tirada
propinada por el de verde, se abrieron. Una mirada que muchos niños de la
primaria soñarían sin hallarle sentido.
- Camine vamos donde Cesítar-, cerca de la anterior historia yace Cesar
Alfredo, una bala que perdió su camino lo encontró aquel cinco de junio de
2005. Su mejor amigo lleva la marca en la del fatídico suceso. La bala que le
perforó el estómago a Cesar, resbalo por la mejilla izquierda de su amigo quien
se encontraba, a su lado, sentado en la
ajada silla en la portería del colegio. Una marca imborrable de la piel y de
las tripas. El profesor Obdulio nos contaba que ese día abraso la muerte. La
vida de Cesar murió a unas cuantas calles del hospital, entre sus brazos.
Desde la tumba del mártir se logra divisar otra, sobre la que recae una historia
tergiversada por el tiempo. Lo que siempre he sabido, o supe hasta hoy, era que
se trataba de un niño a quien la curiosidad se le había convertido en el arma
de su padre, algunos decían que era un revolver y otros que una escopeta, que
no aguanto el cosquilleo de las infantes manos y soltó el estruendoso grito en
su humanidad, pero lo que no sabía era que la verdadera historia de aquel
nombre hoy haría parte de mi inventario.
En uno de los olvidados rincones de aquel cementerio se divisó una figura
conocida, se trataba de Don Manuel, el papá de Fernando,
- debe estar visitando a sus muertos- me contaba mi amigo, - el todos los
domingos viene al cementerio y como si no distinguiera entre muertos y vivos se
viene a hablar con sus amigos-, aquel hombre de unos sesenta y tantos años, asistía,
como muchos, a la cita semanalmente, haciendo un recorrido más largo y más
pausado en comparación con el nuestro y teniendo cuidado de no olvidarse de
ninguno de sus difuntos. De lo más curioso fue verlo dirigirse y postrarse ante
la morada de aquel niño del disparo. Una sensación de ansiedad se levantó de su
tumba y la pude ver también en la cara de mi amigo. Las miradas alegres,
prestas a la solución del acertijo, se encontraron,
- su papá debe saber la historia-
En menos de tres pasos estuvimos al lado de Don Manuel, pero a pesar de la ansiedad
cuidamos en no molestarlo por lo menos hasta que concluyera su visita.
– ¿Papá usted conoció al difunto?- la confianza de mi amigo con su padre le
permitió hacer el lance que yo hubiese estado gustoso de vociferar. Con una mirada
de sorpresa, Don Manuel se voltio, el guiño que acompaño su expresión era el de
un sí.
– Papá y cómo murió-, Don Manuel
voltio los ojos como esculcando en el saco de los recuerdos, luego comenzó a
caminar como huyéndole a la respuesta. Casi se podía notar un leve brillo en
uno de sus ojos.
– él era mi mejor amigo-, la punzada que sentí debió sentirla también Cesar
aquella tarde infortunada tarde.
– y eso qué fue lo que pasó-, mientras Don Manuel parecía una hormiga con
sus caminos labrados, nosotros a su lado, tratando de no perder ni un solo
aliento de la historia, dábamos brinquitos por sobre las tumbas evitando el
tener que hacer la pausa para pedir disculpas. Permanecíamos a su lado, la
intriga nos corroía.
Don Manuel nos contó que esto había sucedido muchos años atrás, las arrugas
de su cara hubiesen sido suficientes para dar cuenta de esto. Su amigo llegó
una tarde a la escuela muy emocionado. Como si se tratara del mapa de un tesoro
llevaba algo tan apretado en las manos que ya las tenia de color rojo, se
trataba de un changuito, un arma burda que su padre le había enseñado a
fabricar, el arma estaba cargada con metralla, vidrios y algunas tachuelas.
Durante toda la tarde, la atención prestada a la profesora no era ni la mitad que
la ganada por el bélico objeto, la emoción de los infantes por salir a
revisarlo era corrosiva y crónica,
-yo nunca había visto una cosa de esas tan de cerca-. El fin de la clase
llegó y los muchachos buscaron un lugar para detallar el arma con más precisión.
Detrás de la iglesia de San Joaquín, la del parque principal, hay una calle empedrada
que sube hasta el barrio San Vicentico, en aquella esquina el juego con el arma
comenzó a tornarse peligroso y la emoción por probar si servía, hizo que el hoy
difunto la emprendiera y le apuntara a un pobre perro que distraído pasaba por
allí,
- gatilló, pero no disparo-, según
Don Manuel, el muchacho soltó una carcajada,
- el siguiente intento fue contra una viejita que bajaba con dificultad aquel empedrado-,
pero el resultado fue el mismo. Luego la osadía del muchacho arrogante ante la
falla del artefacto, con la misma sonrisa en la cara,
– La recuerdo tanto; se puso la
boquilla del arma en la cien y con su último aliento grito ¡revolución arrr!-
el fogonazo apago el eco de la frase y el muchacho cayo en el piso,
- yo me quedé tieso, lo que recuerdo después son los llantos de los papás
de él, dure mucho tiempo soñando con eso, hoy todavía me acuerdo y me dan
escalofríos-, el antes brillo en el ojo de Don Manuel se tornaba acuoso.
La duda fue saldada. La tristeza de aquel hombre nos apabulló. Tengo una
historia más en mi inventario. Fernando terminó aquel recorrido al lado de su
papá, yo los seguía de cerca evadiendo las tumbas con pequeños saltitos; eran
ya las cinco y media de la tarde el sepulturero comenzaba a buscar a los vivos
fácilmente identificables entre los muertos. La visita había concluido.
Mientras me dirigía hacia la frontera, posé los ojos en una tumba situada en el
rincón del cementerio que hace lindero con un pequeño bosque de pinos, -¿qué
nombre tendrá esa historia?-.