un fantasma de esos que aparecen cada tanto
Por: Óscar Iván
Rodríguez Calderón
Incrustada en la cordillera de los Yariguíes, Zapatoca reverdece con la
llegada del nuevo año. La sepultura del
padre en lo alto del río, como traduce su nombre en lengua aborigen, da la
bienvenida a propios y foráneos. Los hijos pródigos volvemos desde la remota
añoranza para rememorar los torpes pasos de niño fisgón por entre aquellas
calles tapiadas en historia.
– aquí vivió su tía chava… esta casa
fue del difunto Joaquín… aquella otra la compró mi papá señor, cuando eso…como
en quince pesos – Todo esto me lo contaba mi abuela, cuando los andares por
el pueblo, y más junto a ella, eran una golosina para el curioso niño, -cuando la
palabra se pone sus alpargatas y se echa a andar, reviven los pedruscos
rincones, los goteados balcones y los largos zaguanes-.
Son los primeros días del mes de enero y se acerca un festejo, ese que
entre los zapatocas se trasmite con antelación de boca en boca, así como antes,
porque no nos gusta que nadie se pierda la gran reunión, esa de la cordialidad
y el retorno.
Hoy es sábado. La noche del viernes ya había cobrado la primera cuota de
alientos aguardentosos. Pero aquel zafarrancho no logra, con la presencia de
sus tres días, mermar lo levítico de la ciudad del clima de seda. María
Joaquina llegó a Zapatoca en 1809 es la mayor de un coro de cuatro, personajes
bien conocidos por los oídos de los habitantes, juntas son las más viejas del
pueblo. Fueron hechas prisioneras en lo alto de la torre norte del templo parroquial
para que con sus grandes bocas colgadas hacia abajo diesen agudos y graves
alaridos; tortuosos estruendos para el desvelado.
–tilín,
tilín… tilín, tilín… tin-tonc, tin-tonc, tun, tun, tun, tun, tun, tun-
Temprano, aquellas viejas arman el alboroto, llamando a los feligreses a
misa de seis. Los aldabones de las puertas, en su apertura, hacen de rechinado
bostezo que muestra el oscuro interior de las roídas estructuras de donde casi
siempre, a esta hora, emerge una figura femenina y ajada, muchas de ellas con
su rostro velado por una malla oscura y quienes en esos días en que el sol hace
caso omiso del llamado de María Joaquina, dejando mudo el trinar de la mañana, se
convierten en espectros que se deslizan por tan angostas aceras que la figura
termina siendo una sombra en la pared.
La noche anterior no ha hecho mella sobre mí, me levanto del letargo y me
dirijo hacia el baño pronto a tomar una ducha antes de que se cumpla el
vaticinio que el rumor del día anterior había traído en boca de una vecina.
-Que disque mañana quitan el agua
tempranito-
Las pequeñas lancetas de hielo me atraviesan por miles, luego al final una
hilera poco hiriente le da la razón a doña Sebastiana, -el rumor andante-. Ella
se pasa tardes enteras en el parque central recogiendo como limosnas los
aconteceres propios del pueblo, un primitivo periodismo cargado de noticias,
algunas alegres otras no tanto y algunas fatídicas. Cada pueblo tendrá su Inés,
su Antonia su Socorro, a este le tocó una Sebastiana; distintos nombres para la
misma labor.
Apresuro la ropa sobre mi cuerpo buscando cobijar las heridas dejadas por
la punzante agua matutina y una vez listo me dirijo al encuentro estipulado con
antelación aquella noche de viernes.
-Compañero como vamos; ¿se acordó de
los pobres? – un fantasma de esos que aparecen cada tanto, de esos llamados
“amigos”, vociferaba desde uno de los extremos de la caseta, era la noche del
viernes, el subido ritmo de un vallenato roído por la modernidad, en medio de
los dos, limitaba un saludo ameno y así con un tonto paso de “permiso, que pena, permiso” decidí
llegar hasta él.
-toca manito, toca venir a hacer la
visita- le respondí, - como no se
acuerdan de uno…qué más Omar como vamos. No lo volví a ver por la “u”- Omar
es estudiante de ingeniería mecánica en la universidad industrial de Santander.
-no manito, muchos trabajos y los
fines de semana trato de venir al pueblito a pasar tiempo con el niño- aquel
niño al que Omar se refiere es su hijo de cinco años.
-Y el trabajo, a qué horas trabaja
entonces- le pregunto, pero un grito teñido ahora por un reggaetón, ahoga
su respuesta. Se trataba de su mujer quien como un atrayente imán le hizo dar
dos pasos hacia atrás.
- voy de afán… nos vemos mañana. En eso de las siete de la mañana, que
tengo que subir al parque a hacer una vuelta- ante un signo de aceptación
mío, este desaparece entre la muchedumbre mientras otro grupo de apariciones
amistosas hace su arribo. Así me permito ser absorbido por el festejo.
Después de recorrer cuatro encumbradas calles, el parque divisa mi perfil.
Los tímidos rayos del sol dejan húmedas las hojas de los arboles antes
cristalizadas por el rocío mañanero; las palomas, cual pandilla, acechan a la
espera de cualquier miga relegada al suelo, junto a los puestos de comida que
colman la zona norte de aquel sitio de encuentro. Miro el panorama y justo en
el centro del parque, en una banca de cemento, aparece la ya no tan
fantasmagórica imagen de Omar, él me levanta la mano como queriendo decir “no
hay Moros en la costa”. Me acerco presuroso acosado por los pequeños
empujoncitos, esos que el tiempo le da a quien no lo valora.
- Que pena Omar, ¿hace rato estaba
esperando?
- no, fresco que acabo de
llegar. ¿Tiene cigarros?
Una gran sonrisa parte mi cara en dos. Rápido me apresuro a sacar medio
paquete de cigarrillos de mi chaqueta. Yo sabía del gusto mutuo por el tabaco y
dispuesto a amenizar la reunión, lo había comprado la noche anterior antes de
entregarme prisionero a las cobijas.
- ahora si cuéntemelo, que ha paso de
nuevo, el estudio, el trabajo, ¿no está trabajando pingo?
Con antelación a este encuentro, yo sabía la historia de Omar. Cuando
salimos del colegio él tuvo que dedicarse a trabajar en construcción, la
economía de su familia no le permitía su viaje a la ciudad en aras de emprender
estudios, debía colaborar con la casa. Poco tiempo después conoció a Mireya la
mamá de su hijo, una vendedora de vitrina, junto a ella formó su propia
familia, pero se sentía inconforme, optó pues por presentar papeles en la
universidad sin que nadie de sus allegados supiese de esto.
Siempre fue muy buen estudiante y esto lo llevó a obtener un buen resultado
en las pruebas de estado y por ende su aceptación en la universidad pública.
Más que una solución o motivo de felicidad, este hecho se tornó en discusiones
con su mujer; - como era posible que la
dejara en el pueblo sola con el niño, y mientras estudiaba como se iba a
mantener a sí mismo-, los reclamos de su mujer, según él, eran reiterativos.
-y qué piensa hacer, no se vaya a
retirar-
-noo, como se le ocurre, pero la situación
esta mala, con la mujer y con el camello-
Omar y yo compartimos la misma situación, aunque él me lleva ventaja por un
hijo. Ambos tomamos una decisión que muy pocos de nuestra generación siguieron,
venir a la ciudad a estudiar, a buscar un mejor futuro. Así como las mamás nos decían,
-estudie para que sea alguien en la
vida-; pero la decisión fue lo de menos, orientarse en un lugar poco o nada
conocido, buscar nuevos amigos, estabilidad económica y hasta afectiva, son
algunos de los derroteros que tuvimos que enfrentar.
Omar me sigue contando sobre su situación problemática, la cual, para mí,
no debería serlo, - no manito es que ella
es bien jodida y todo tiene que ser como ella dice-;
-pero
pingo es que ella no entiende que a largo plazo es mejor que usted tenga su
carrera, siga manito, hágale que usted pu…-, no alcance a terminar la frase
cuando apareció ella frente a nosotros y como si presintiera que estoy a favor
de mi amigo- cosa que así es- me lanza una mirada desafiante. Omar apaga su
cigarrillo me da un fuerte apretón de manos, camina dos pasos junto a su mujer dándome
la espalda. Aspiro el humo del cigarrillo. Pero oh sorpresa, en un movimiento
que más tendría de desafiante para con ella, que de ameno para conmigo, se voltea
sin dejar de caminar y me dice con voz fuerte – nos vemos en la u el martes compañero- , una mueca risueña me hizo
atorarme con el humo del cigarrillo que fumaba, una bocanada blancuzca,
satisfecha y victoriosa, salió de mi boca.
Las palomas habían encontrado unas migas de empanada, dos borrachos
cruzaban abrasados por la esquina del parque, María Joaquina gritaba las ocho
de la mañana.
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