jueves, 11 de abril de 2013

CRÓNICA 1, sobre los medios de transporte


El bati-renault

Por: Óscar Iván Rodríguez Calderón
Cuando los ojos de la ciudad aún se encuentran cerrados, el famoso mercado campesino  comienza a cobrar vida. Antes de que el astro rey se encienda y desplace a su amante nocturna, un gran grupo de mujeres y hombres se dirigen a laborar en la búsqueda de su sustento. Son la cuatro de la madrugada y el rechinar de los rodillos de las famosas “zorras” guían la procesión que desciende por las calles del barrio “la universidad” de Bucaramanga.

Como un grupo de bichos alrededor de un bombillo, las personas revolotean sobre los puestos de tintos, los vasos humeantes dan a sus rostros, maquillados por Morfeo, un espectral matiz; aprovechan este momento para contar uno que otro chisme del gremio y discutir el precio de algunos productos, - eso el lucho como qui quiere vender el puesto, antons mejor pa´ la seño Lucia, no ve qui ansina pos gana más clientelita -, comentaba una señora roída, como su traje, por los años a un hombre joven con un gran gorro de lana todavía más roído que el traje de su interlocutora; - Andrés dijo que el tomate disque a siete lucas la caja – decía otro sin quitarse el vaso de la boca; el humo, ya del tinto ya de los cigarrillos, sumado a las añejas y pesadas vestimentas creaba un ambiente antártico.

Son las cinco de la mañana, los bostezos en el firmamento azulan la escena, los colores aun no tienen sentido, casi siempre, con el despertar del día, somos daltónicos. El energizante olor de la cafeína me doblega y resulto siendo uno más en aquella reunión de rostros espectrales; ya las puertas del legendario salón se han abierto por completo, dentro la pintoresca imagen me recibe; el típico perro de plaza de mercado con su botín pegado al hocico, un abultado hueso con apenas unos trozos de carne que alguno de los carniceros, doblegado por la pena del animal, debió tirar a sus fauces, huye así el pícaro que pronto se pierde por entre los recovecos y las piernas de los transeúntes, - buen provecho- le deseo.

 - ajeeeeeeeeee, a la orden el aje… - la voz se intensifica cada vez más hasta que llega a mi oído izquierdo – AJEEEEEEEE, A LA ORDEN EL AJE… - una mujer de cabello grisáceo y despeinado, quien porta en su cuello y brazos un gran número de camándulas de ajos y quien con su olor espantaría a cuanto vampiro se le atraviese, hace las rondas por aquella plaza una y otra vez, - Esa señora no se cansa de dar vueltas y es así tuo el día- le comenta una vendedora de frutas, cuyo puesto se encontraba a mi lado derecho, a una de sus clientas, esta última demuestra desinterés y pregunta por los “maduros”.

Esta escena me hace recordar aquellos tiempos en que de niño, cada sábado en la mañana, no tan temprano como esta vez, acompañaba a mi abuela a la plaza de mercado de aquel pueblo llamado Zapatoca, en ese tiempo yo era el conductor de un carrito de dos ruedas con forma de canasta en el cual se depositaba el mercado de la semana; el paseo por los pabellones, las largas charlas de mi abuela con sus conocidos y el regateo terminaron por convertirse en un ritual de fin de semana al cual yo muy gustosamente asistía buscando ser premiado con aquellos cien pesos, que para la época se trataba de un grande billete color carmín con la cara de aquel famoso caudillo Jorge Eliecer Gaitán, aunque el personaje era lo que menos me importaba, que se desbordaba del tamaño entre mis manos; era una fortuna para mi que me permitía obtener varias “Galguerías” en una tienda cerca de mi casa.

Eran las seis de la mañana. Apartado ya de aquel olor asesino de “chupasangres” prosigo con mi recorrido donde unos pasos delante, como golpes fulminantes, un inventario de olores, terminan por dotarme de una folclórica nariz muy al estilo de aquel personaje Jean-Baptiste Grenouille en la Francia del siglo XVIII; las vísceras y la sangre en el pabellón de carnes, el famoso tomate podrido en el de las verduras, los condimentos, el olor a Santandereano pujante, todo mesclado con un frio y húmedo olor, que prima en todas las plazas de mercado, el de tierra mojada como cuando llueve en el campo. En este lugar todos los sentidos encuentran trabajo.

-Seño ¿hay qué llevarle ? -, la frase me resulta conocida, años atrás en la plaza de mi niñez escuchaba esta frase de los labios de los “zorreros” quienes por unas cuantas monedas dirigían los carritos de madera hasta la puerta de la casa de quienes querían evitar que el tiempo les cobrara una joroba por su tacañería. Me dirigí hacia aquel personaje, era un hombre alto y de robusta presencia con barba deshilachada, vestido con una camisa muy colorida que le hacía homenaje al título de su roída gorra amarilla, “pintuco”, completaba la moda un pantalón ajado color verde militar y unas botas de cuero color café oscuro.
-Es usted Euclides- le pregunté, ganando de inmediato su atención pues creyéndome un cliente se abalanzó sobre mí cual buitre a la carroña.
-para donde va señito, adonde dejó el mercado, no se preocupe que yo se lo llevo al carro-, Euclides conduce un carro, un Renault cuatro de color azul conocido como el bati-renault, donde lleva los mercados más grandes comúnmente de los tenderos de la zona, un vecino tendero ya me había hablado sobre este personaje popular por su sason como me dijo mi informante.
Me presente con el y sustente mi asunto con el carnet de la universidad a lo cual el muy jovial me responde – a uste es un tira piedra de la uis –, cerró la frase con una carcajada de dientes amarillos; acepto y su única condición fue que la entrevista se hiciera en un ratico, - el tiempo vale platica mano- pensé que quería cobrarme, pero como si hubiera percibido mi sospecha me aclaró que tenía muchos clientes y que no podía fallarles.
-Cuénteme de su trabajo- le digo con afán por aquello del tiempo, se quita la gorra y con su mano derecha, aprisionada por un viejo reloj Casio, rasca su cabeza,
-pues manito llevo como veinte años, veinti dos no sísísí veinti dos años, y es que me ha resulta´o hasta guen negocio, el batisito me da la papita y es guena maquina tengo a la señora contenta y sobrevivimos y pa´estas como está la situación uno no puede tentar a chuchito quejándose-.
- y como consiguió el carrito- los ojos se le vuelven hacia atrás como mirando al pasado y de nuevo hace el ejercicio de rascar su cabeza,
- ese era del Carlos, mi hermano el mayor, que disque el carrito no le daba, yo le dije véndamelo y como que no quería al fin me lo vendió y mire, eso es que le hecho la sal mínimo se chucuchio a una vieja adentro y tuqui tuqui, yo si me lo lleve pa´ la fiesta de la virgencita del Carmen pa´ que me lo bendijeran y vea gueno y él mismo se pagó-
- oiga y por qué bati-ren…- interrumpe mi pregunta,
- Qué me tomo chino- y nuevamente la dentadura amarillenta acompaña su intervención; presto a su pregunta le respondo -qué se toma amigo- el ejercicio de la cabeza nuevamente se deja ver,- pues ya que insiste una polita mano-, son las siete treinta de la mañana y aunque muy temprano, en una tienda ubicada en la esquina de la calle catorce, pido dos cervezas, Euclides limpia la boquilla del embace con su camiseta y por un momento queda embelesado viendo el paso de la gente mientras en casi diez segundos vacía la botella.

-oiga y ¿por qué bati-renault?-  insisto; - es que el “batisito” es bien guerrero y ayuda a los pobres, como batman y como yo soy pobre – una carcajada macabra sale de él mientras termino confundido entre su personaje que más bien me recuerda a robin Hood.

En este momento, ya con algo de confianza ganada, pretendía abordarlo con muchas inquietudes que me llegaron en el momento, los labios se me cerraron al escuchar un sonido que retumbó desde la calle y que ganó la atención de todos en la tienda, - Euclides, Euclides, atienda el chuso mano- 
Una señora junto a su carro lo esperaba y un compañero suyo lo llamaba con afanosa insistencia, Euclides me da una palmada en la espalda y se hecha a correr entre aquella muchedumbre sus pasos se pierden como los de aquel perro con su hueso. Más y más gente llegaba a aquel ritual diario de sentidos, de folclor y de pasos y voces que se pierden. Eran las ocho con diez de la mañana mis pasos también se perdían.

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